miércoles, 5 de marzo de 2008

Desde el recuerdo





Se la veía preciosa, luciendo un ondulado tejado rojo, y desde sus ventanas enmarcadas de verde parecía sonreir nuestras travesuras en el jardín. Entre los parterres llenos de rosas, claveles y dalias, unas esbeltas palmeras se mostraban celosas de nuestras preferencias por el aromático y dulce membrillo. El corazón de la casa latía en el interior de la cocina, que nos acogía calurosamente entre la hornilla de carbón y unas perolas de cobre colgadas del encalado muro. Al final de un largo y estrecho pasillo, unas escaleras te llevaban a una habitación de grandes cristaleras, desde donde podías ver, en las noches claras, el rosario de luces de las barcas que salían a faenar al mar. Los recuerdos de la infancia se entremezclan con estas y otras imágenes de la casa, testigo de aquellos larguísimos veranos, de las lecturas en el porche, las fiestas de cumpleaños con las piñatas, los inviernos con las Navidades y el Belén.

Íbamos creciendo; también en ella se dejaba notar el paso de los años con sus fachadas secas, arrugadas por el sol. Su interior daba cuenta de las dolencias más variadas: baldosas que castañeaban a nuestro paso, muros descascarillados, puertas que no cumplian con su deber. Estábamos seguros que sufría. Por las noches, ya metidos en nuestras camas, podíamos oír su lamento al sentirse vapuleada por el viento que dejaban pasar las ventanas mal cerradas. Hasta las maderas parecían corear esos lamentos con crujidos que salían del corazón de los muebles.

Sí, los años pasaban y compromisos ineludibles, y otros amores, nos llevaban en direcciones inversas. La vida nos hizo seguir a cada uno nuestro camino, quedándose ella cada vez más sola y envejecíendo. Al principio fuimos fieles y la visitábamos todos los veranos. Un aire rejuvenecedor parecía entonces entrar por las ventanas abiertas, haciendo revolotear las viejas cortinas y el sol ruborizaba las fachadas de la anciana casa, contenta con nuestra presencia. Pero las separaciones se fueron haciendo más largas, hasta pasar temporadas sin regresar. Su deterioro se hacía evidente, no había recuperación posible, nos decían. Así, hasta que en una de nuestras visitas quisimos verla y ya fue tarde: sólo un terreno abandonado señalaba su paso por aquel lugar.

Con el tiempo, empezamos a sentirnos vacios, intranquilos. Como si, al faltar la casa, se hubiera roto el cordón umbilical que nos unía a la tierra, perdidas nuestras raíces. Como si al morir la casa, hubiese muerto nuestra memoria. Quisimos recuperar los recuerdos e intentamos buscar su alma. Esperanzados, caminamos por lo que había sido un jardín pletórico, y sólo encontramos rastrojos y aquellas palmeras que aún se conservaban esbeltas. Ellas son las que, al mover el aire sus pesadas ramas, dejan constancia de un pasado que no supimos defender.

1 comentario:

Loreto Wallace Moreno dijo...

Precioso este blog. Cando termina la dura jornada del dia, es un placer recrearse los sentidos con tus escritos. Seguiré visitándolo.