jueves, 26 de junio de 2008

La capillita del Pilar


Las imágenes estaban ahí como huéspedes penosos en mi memoria, enfrentados día a día a la niña que fui – indócil con su destino – y que se resistía a perder el legado del tiempo. Por eso tenía que regresar a aquellos años donde quedaron mis huellas de inocencia triste, y revivir la soledad de un destierro impuesto por el comportamiento y la oratoria solapada de una abuela, que no quiso perdonar que, por encima de ella, escogiera los azules.

Nunca olvidaré aquellos veranos de soledad y falta de juegos. El tiempo era el único que tenía la palabra en el denso espacio de las tardes. Ella y yo, sentadas en el mirador del dormitorio principal, esperábamos la llegada del anochecer mientras iban encendiéndose uno a uno los faroles en la calle. La animación en el exterior contrastaba con las carencias en la casa. Era ese el momento en el que mi abuela aprovechaba para indoctrinarme con insinuaciones y palabras a medio decir, que me hacía presentir una censura sin voz hacia los que no estaban.

Poco a poco desaparecían los contornos hasta quedarnos envueltas por las sombras. En la mudez de la habitación sólo se percibía el bisbiseo de la devoción de mi abuela, y en un rincón una mariposa de luz iluminaba una capillita que guardaba una imagen de la Virgen del Pilar, de la que ambas llevábamos el nombre. Cuando llegaba el momento me hacía traer el rosario y abrir las puertas a aquella especie de caja de sorpresas. Allí, resaltando sobre el fondo de terciopelo blanco estaba la imagen de la Madre con el Niño. Recordatorios de Primera Comunión, estampas de santos y diversos recuerdos rodeaban el pilar de la Virgen. ¿Qué atractivo podía tener aquella capillita para compensar los límites impuestos, la falta de mar, la ausencia de los hermanos ... o era quizás la infantil esperanza de que alguna vez sería mío ese objeto tan deseado? A esto me faltará siempre la respuesta.

Aquel fue el último de una serie de veranos que pasé junto a mi abuela, la última vez que la vi. También fue la última vez que estuve cerca de aquella capillita de la Virgen que puso su imagen en mi soledad. Unos años después ella murió y unas manos ávidas desgarraron las ramas de un árbol que ya había empezado a perder sus raíces. Por eso tuve que volver para intentar recuperar aquel recuerdo que aún balbuceaba desde las sombras, pero ya no había nada que me hablara de las circunstancias y del carácter de unas vidas: de la capillita de la Virgen del Pilar no he vuelto a saber ninguna cosa.

lunes, 23 de junio de 2008

Qué pasaría si ...



Los síntomas llegaron de una manera silenciosa y distanciada, sin grandes voces: palabras que se hacían difíciles de encontrar, confusión de nombres y datos, programas que no respondían, toda una lista de aburridos achaques que me hacían temer por su salud. Mi relación con él era de completa dependencia, y el hecho de que no pudieramos mantener el rítmo que ya teníamos adoptado me hacía temer lo peor. Pensaba en la imposiblidad de poder seguir con normalidad la vida sin tenerlo en casa, y así con el miedo de que la única solución posible fuera el deshacerme de él, nació una pregunta que parecía no tener un respuesta muy clara: ¿qué pasaría si me quedase sin ordenador? ...

A estas alturas no se concibe una vida sin el pc. Este artilugio ocupa un lugar destacado en tu vida y espera que le atiendas con las delicadas maneras de un buen anfitrión. Lo malo es que poco a poco ha ido ganando tu confianza y le has dado más de lo que te proponías. Conoce todos tus datos, se guarda todo lo que has escrito, y sabe quienes son tus amigos. Estás no solamente en su pantalla sino también en su cerebro. Cosa peligrosa en caso de que se le crucen los cables y le de la ventolera por volverse loco. Esto es lo que le ha pasado al mío, y ahora tengo que procurar salvar lo que todavía se pueda. Pero una vida sin ordenador se me hace hoy ya muy complicada: ¿qué sería de mis foros, de las páginas en internet, de los blogs; cómo mantener el contacto con los amigos, seguir una correspondencia diaria, y estar cerca de todo lo que te interesa? El ordenador es una especie de rutina que ya hemos hecho necesidad.

Y sin embargo ha habido vida antes de los ordenadores y todos estos personajes de la electrónica. En aquel entonces también se leía, se escribían cartas, teníamos libros de donde sacábamos toda la información que necesitábamos y –aunque parezca raro- hasta teníamos tiempo para, sentados alrededor de la mesa camilla, jugar al parchís y a las cartas, contar cuentos y escribir en aquellos diarios que eran los que entonces gozaban de toda nuestra confianza. Y para quienes querían hacer uso de algo más sofisticado estaban aquellas Olivettis con las que podías teclear con toda pasión.
Sí, mi ordenador (ordenata, por decirlo de una manera jovial) presenta síntomas de que no anda muy bien. Seguramente no es tan inmune a los virus que le acechan o tiene alguna que otra rabieta que le hace negarse a trabajar, quién sabe, pero yo lo achaco todo a una vejez impuesta por los años que le convierte en algo lento, paciente de una amnesia que va en aumento con el paso del tiempo. Quizás sea ahora, cuando mi ordenador está en cuarentena, el momento para hacer una pausa y reflexionar sobre los comportamientos, dar un lugar al tiempo y no olvidar que hay mucho más conocido que lo únicamente virtual. Y mientras tanto, durante el tiempo que no lo tenga en casa estoy segura que no va a pasar nada.

martes, 3 de junio de 2008

Mis amigas de papel



Sólo ellas me ayudaron a sostener el tiempo detenido durante aquel verano, cuando -todavía de calcetín y con asignaturas pendientes- me arrebataron el mar para condenarme a una tierra extrema y seca. Ellas fueron testigos de cómo mi razón despreocupada y feliz sintió el acecho de un sentimiento tan fuerte como puede ser el amor, de rabietas y desengaños. Fue un verano ausente de risas y azules, obligada a cambiar la arena y el mar, los juegos en el jardín, mi gente, por aquel espacio interior con acentos romanos y cigüeñas.

Aún me veo llegar con un equipaje pobre en sueños, y una caja de cartón atada con una cuerda con pretensiones de elegancia, donde yo guardaba mis muñecas de papel. Pobres amigas mías destinadas junto a mí a pasar las vacaciones en el destierro, en una casa que nunca me acogió y una abuela que me era casi desconocida.

La memoria me habla de aquellas tardes sumergidas en el bochorno, con la rebeldía como única arma para combatir la distancia que me habían impuesto. Tres meses de soledad en aquella vetusta casa, donde las figuras en los cuadros que colgaban de la pared parecían tener más vida que sus habitantes. Siestas silenciosas y graves que yo me negaba a dormir, quizás por el temor que se prolongaran en sueños de cien años.

Recuerdo la escalera principal. Amplia y de piedra fresca; había un portón que no dejaba entrar el calor de la calle. Aquel lugar se desdobló en un rincón especial al que me trasladaba con mis juegos e imaginación infantil, tratando de hacer verdad lo que me quitaron.

Tres, probablemente cuatro muñecas de papel me hicieron compañia durante todo el verano. Poseían un vestuario recortado con precisión, con el que las vestía y desvestía. Inventaba juegos y paseos, las llevaba a una playa imaginada, las hice confidentes de mis congojas y frustraciones. Eran muñecas felices hasta que vuelta a mi realidad las trataba con el despotismo de una niña contrariada. Sí, ellas sufrieron también desgarros y malos modos. Después, arrepentida y con el miedo de no tener con quien jugar, volvía a pegar aquellos trozos de papel que fueron mi compañía durante los tres meses.

Las vacaciones terminaron y regresé al Sur. Me esperaban el uniforme y un nuevo año escolar. Volví a reencontrarme con mi gente, el aire húmedo del mar, el salitre y las gaviotas. Atrás quedaron sinsabores, soledad, lagrimas, y mis amigas de papel que olvidé en mis ansias de volver a la vida. Ellas quedaron allí. Yo no volví nunca.