Nunca olvidaré aquellos veranos de soledad y falta de juegos. El tiempo era el único que tenía la palabra en el denso espacio de las tardes. Ella y yo, sentadas en el mirador del dormitorio principal, esperábamos la llegada del anochecer mientras iban encendiéndose uno a uno los faroles en la calle. La animación en el exterior contrastaba con las carencias en la casa. Era ese el momento en el que mi abuela aprovechaba para indoctrinarme con insinuaciones y palabras a medio decir, que me hacía presentir una censura sin voz hacia los que no estaban.
Poco a poco desaparecían los contornos hasta quedarnos envueltas por las sombras. En la mudez de la habitación sólo se percibía el bisbiseo de la devoción de mi abuela, y en un rincón una mariposa de luz iluminaba una capillita que guardaba una imagen de la Virgen del Pilar, de la que ambas llevábamos el nombre. Cuando llegaba el momento me hacía traer el rosario y abrir las puertas a aquella especie de caja de sorpresas. Allí, resaltando sobre el fondo de terciopelo blanco estaba la imagen de la Madre con el Niño. Recordatorios de Primera Comunión, estampas de santos y diversos recuerdos rodeaban el pilar de la Virgen. ¿Qué atractivo podía tener aquella capillita para compensar los límites impuestos, la falta de mar, la ausencia de los hermanos ... o era quizás la infantil esperanza de que alguna vez sería mío ese objeto tan deseado? A esto me faltará siempre la respuesta.
Aquel fue el último de una serie de veranos que pasé junto a mi abuela, la última vez que la vi. También fue la última vez que estuve cerca de aquella capillita de la Virgen que puso su imagen en mi soledad. Unos años después ella murió y unas manos ávidas desgarraron las ramas de un árbol que ya había empezado a perder sus raíces. Por eso tuve que volver para intentar recuperar aquel recuerdo que aún balbuceaba desde las sombras, pero ya no había nada que me hablara de las circunstancias y del carácter de unas vidas: de la capillita de la Virgen del Pilar no he vuelto a saber ninguna cosa.