jueves, 13 de marzo de 2008

Gibralfaro


Hubo un tiempo aquí en el que el mar renunció a su espacio, permitiendo que la ciudad marcara sus propios límites. Ahora se miran ambos cara a cara, y en el azul se recorta el perfil de la historia. Uno de los protagonistas, La Alcazaba, nos cuenta – piedra a piedra – su pasado, con el suspiro del que sabe lo corto de ese tiempo, y orgulloso sostiene el peso dulce-árabe del Gibralfaro, atalaya erguida que intenta abrazar el cielo.

Hoy he subido hasta él, por un camino al que le han robado las sombras, sintiendo fijas en mí sonrisas veladas desde sus torres y almenas. Mis pasos son lentos y procuro no estorbar el silencio de su espíritu. Inquietas lagartijas escapan asustadas hacia unos rastrojos, y hasta un camaleón apresura su pereza. El calor está también siempre presente. El aire parece traer el ayer y tiembla con rumores de música y palabras, de vida. Intuyo el pasado esplendor del palacio, la belleza de sus estancias, la riqueza de sus tapices, el ir y venir de sus gentes. Mientras, camino, pienso, siento: todo un jeroglífico de emociones.

Después paseo por las murallas, me asomo a pozos y aljibes, salgo a miradores. El interior de las torres me ofrece el grato contraste con la luz, y busco el refrescante rincón donde quedaron atrapados tantos ecos en sus piedras. Hay una extraña complicidad en el tiempo, difuminando imágenes que yo trato de vislumbrar.

Pero se hace tarde. El sol alarga las sombras, y la montaña se viste de noche. El aire transparente se espesa con perfume de pinos, que crecen para ver el mar moteado de jábegas. Me sobresalta el sonido grave de unas campanas, y el bullicio de la cercana ciudad hace que reconozca el límite de mis sueños.

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