lunes, 29 de diciembre de 2008

Visitando a Pablo en su casa


Un encuentro, una mirada, y se abre dejando que una insistente luz penetre hasta el interior: Me recibe un aire tíbio de memorias sepias, deshilachando intimidades. Desde sus ventanas me asomo a la historia. El héroe tiene la inmovilidad de los años y mira desde la piedra. Palomas que vienen y van dibujan sombras en la tarde, y adormecen la plaza derramando silencios.Vuelvo la espalda y lo busco. En el espacio aún perdura el eco de jóvenes pisadas y me siento envuelta en su mirada oscura, que sigue extática mis pasos desde el espacio. Recojo el desamor del hombre, impuesto por la ausencia que le lleva al olvido. Quedan colgando grises prematuros y algunos azules robados al mar. Nada más. La casa ya no es su casa. El pintor nunca volvió. Picasso se llamaba……

sábado, 13 de diciembre de 2008

El árbol navideño consejero




Ríe
Relájate
Perdona
Pide ayuda
Haz un favor
Delega tareas
Expresa lo tuyo
Rompe un hábito
Haz una caminata
Sal a correr
Pinta un cuadro. Sonríe a tu hijo
Permítete brillar. Mira fotos viejas
Lee un buen libro. Canta en la ducha
Escucha a un amigo. Acepta un cumplido
Ayuda a un anciano. Cumple con tus promesas
Termina un proyecto deseado
Sé niño otra vez. Escucha la naturaleza
Muestra tu felicidad. Escribe en tu diario
Trátate como un amigo. Permítete equivocarte
Haz un álbum familiar. Date un baño prolongado
Por hoy no te preocupes. Deja que alguien te ayude
Mira una flor con atención. Pierde un poco de tiempo
Apaga el televisor y habla. Escucha tu música preferida
Aprende algo que siempre deseaste
Llama a tus amigos por teléfono. Haz un pequeño cambio en tu vida
Haz una lista de las cosas que haces bien. Ve a la biblioteca y escucha el silencio
Cierra los ojos e imagina las olas de la playa. Haz sentir bienvenido a alguien
Dile a las personas amadas cuántos las quieres
Dale un nombre a una estrella
Sabes que no estás solo
Piensa en lo que tienes
Hazte un regalo
Planifica un viaje
Respira profundo
Cultiva el amor

martes, 2 de diciembre de 2008

Santo Domingo de la Calzada























La Compostela riojana

Cuando aquel joven de una población cercana -al que le habían cerrado las puertas de un monasterio por no saber leer ni entender de latines- decide instalarse en este lugar poblado de hayas, no puede imaginar que su nombre quedaría formando parte de la historia para siempre. Se llamaba Domingo, y llegó a ser santo. Después de desbrozar el bosque, mejorar la calzada, construir un puente sobre el río Oja, hospitales e iglesias, dedicó el resto de su vida a atender a los peregrinos en camino hacia Santiago, cuidarlos y darles un sitio donde descansar.

Hoy, siglos más tarde, llegamos a esta ciudad que ha heredado la hospitalidad acogedora del santo. Ha sido una jornada por senderos de tierra donde la vista no tiene obstáculos, entre campos de cereales, tramos de subida, momentos de calor y bastante soledad, vigilados por la sierra de la Demanda y un cernícalo que voló demostrativo hasta desapareder. Nuestros pasos despiertan de la pereza en los últimos kilómetros cuando oímos la llamada circunspecta de la "moza más alta de la Rioja" que nos invita a un paso más ligero, y unos momentos después alcanzamos a ver la torre de la Catedral. No es demasiado tarde, pero los días -ahora en septiembre- se van quedando cortos y es necesario buscar donde descansar. La calle Mayor comparte el trazado jacobeo y su tiempo, sus casas-palacio, los conventos, y por supuesto los albergues. Frente al palacio del obispo de Osma (1600) -en lo que era la casa del Capellán de la comunidad- las monjas cistercienses, cumpliendo con la regla de San Benito de prestar cuidado a los peregrinos, tienen instalado un albergue, al que se accede por el antiguo pasadizo de carruajes de la Abadía. Aún se presiente allí el eco de tantos como pasaron, el rumor de unas vidas, y son las piedras -de nuevo ellas- las que cuentan la historia en el silencio contenido de los muros.

El dormitorio algo oscuro lo compensa esta vez un cuarto de baño completo y con agua caliente, pero hay que apresurarse si queremos acudir a la cita con la catedral. ¡Qué poco podía imaginarse el Maestro Garçión lo nombrada que iba a ser su iglesia! Este maestro de obras –posiblemente de origen francés- empezó su construcción en 1158 sobre los restos de la primitiva iglesia románica con la idea de seguir la línea de las grandes catedrales. Aquí está, algo más simplificada que el proyecto original y con diversas modificaciones a lo largo de los años, pero representando la voluntad de los maestros para superar incognitas y dificultades, vencidos todos los retos. Un reto es la torre, tercera de las construidas: la primera terminó sus días entre llamas, y la gótica que la sustituyó tuvo que ser desmontada por amenazar ruina. Ahora ésta, exenta de la iglesia y barroca, es con setenta metros la más alta de la Rioja. Toda esta arquitectura, la grande y majestuosa y también las pequeñas cosas, nos enseñan la voluntad del hombre para enfrentarse a las incógnitas y dificultades y salvarlas. También esto es un reto que le exige la vida.

En el interior, los peregrinos se agolpan delante del "gallinero" -obra gótica en memoria del conocido milagro del Santo- cosa que las pobres aves tienen que estar más que acostumbradas viendo el desinterés que muestran por su público. No nos detenemos demasiado y seguimos hasta el retablo mayor -de Damián Forment- una maravilla renacentista, el sepulcro de Santo Domingo con estatua yacente, el coro de madera de nogal y estilo plateresco, la Sala Capitular donde se guarda la mayor parte del tesoro del templo, y por supuesto el claustro. Una luz propicia al recogimiento te invita a pensar en los grandes maestros que tallaron la piedra y la madera y cincelaron las imágenes, en el esfuerzo que se hace tangible en el arte, en los símbolos y los rituales, en el secreto de los tiempos, y en esa magia que parece retener todo el conocimiento. Abrimos la puerta a nuestra curiosidad y traspasamos el umbral de lo que todavía no conocemos: una escalera estrecha, retorcida y tacaña de luz, nos lleva con esfuerzo hasta el clasistorio que acumula el polvo y el olor de los siglos. Vidrieras estrechas mantienen la humedad en el interior y prolongan sombras que se pierden en los muros y rincones. En este espacio hermético no es difícil sentir el eco de otros pasos, la presencia de aquellos artistas maestros constructores, que nos dejaron su herencia en un lenguaje lleno de incógnitas; como siempre serán las piedras las que nos lo puedan descifrar. Después de esto, la subida a la bóveda de la catedral es un regreso a la luz, al aire, y al presente.

Nos queda ya poco tiempo, pero con una cena y un buen vino queremos protegernos de cualquier imagen de nostalgia; mañana tenemos que dejar el Camino, pero no pondremos la palabra fin, sino un "continuar lo más pronto posible". Con este acento de esperanza dormimos un sueño reparador y tan confiado que no contamos con el reloj. Ya rozando la hora de salida, la voz obstinada de una de las monjas de la congregación nos despierta sin concesiones, amenazando con dejarnos encerrados en el albergue. Dos minutos más tarde estamos todos los peregrinos a medio vestir, con la mochila y los zapatos en la mano, en la calle.




lunes, 10 de noviembre de 2008

Pamplona-Santo Domingo de la Calzada (6)




Mi Credencial va tomando un cierto aire de álbum de cromos, todos ellos sin repetir y –por supuesto– sin trampas. Sin embargo, el afán coleccionista no ha desaparecido del todo, y en Logroño conseguí tres sellos diferentes. Sí, de acuerdo, quizás sea un capricho infantil, sellar una vez al día es suficiente, pero es algo que puedo llevar sin que aumente el peso de la mochila. "Ligera de equipaje" –me dijeron– y esto es lo más importante para que en las alturas no parezca que la bolsa coge peso y en los descensos no desequilibre mi seguridad.

Hoy no nos vamos a enfrentar a extremas subidas aunque la ruta será larga; sendas y caminos de tierra pedregosa, polvo, y el calor en algunos momentos, nos hacen buscar una sombra que no encontramos entre tantos campos de vid. Racimos de uvas doradas y negras nos atraen con apetitosa sugestión, ¡están deliciosas, deliciosas! Después de Navarrete una pequeña cuesta nos lleva al Poyo de Roldán, donde vuelve a hablarnos la leyenda, esta vez de la gesta heróica del noble caballero que luchó con el gigante musulmán Ferragut para rescatar a prisioneros cristianos. Dejamos atrás el Alto de la Grajera, Ventosa y el Alto de San Antón. Ante nuestros ojos se presenta el valle del Najerilla, y al fondo Nájera. De nuevo aquí el Camino nos pone a prueba y tenemos que salvar con precaución piedras, escaleras, zonas industriales, y cruzar una peligrosa carretera hasta estar a las puertas de la ciudad. Pero el Camino también nos reserva otro de esos momentos inasibles: escritos en la pared de una vieja fábrica sorprenden a los peregrinos unos versos. Unos metros más adelante un sacerdote de edad nos ofrece este poema escrito y firmado con su nombre. Es el autor, Eugenio Garibary, párroco de un pueblo vecino, que nos recomienda a Santiago y nos da, además, una pequeña lección de historia sobre Nájera. Este es el carácter íntimo del Camino de Santiago, de encuentros y momentos diferentes que no necesitan definición.

Nájera, tierra deseada por árabes, navarros, y castellanos, tiene un encanto especial escrito entre capítulos de historia y de leyendas. Aquí fue proclamado rey de Castilla Fernado el Santo, y Enrique IV la nombró "la muy noble y muy leal". Después de cruzar el puente sobre el Najerilla llegamos al albergue. Otra vez nos toca tiritar con el agua fría de las duchas, pero viene bien para nuestros pies cansados. El tramo de hoy está siendo una ascensión camuflada en caminos de poca pendiente, y las literas que nos han destinado tienen una atracción de lo más apetecible para descansar. Cuando a las diez se apaga la luz ya llevo un rato dormida.

Al día siguiente dejamos Nájera y nos recibe una llanura extensa donde todo parece idealizado. En este paisaje siguen siendo todavia protagonistas los viñedos y la luz. Un camino de tierra nos lleva a Azofra, hospitalaria de tradición. Azofra, la que yo creía pequeña y poca cosa, me sorprendió con un albergue privado, otro albergue parroquial, y otro municipal, y para los que viajan con estilo un hotel de tres estrellas en un palacete del siglo XVII. La calle Mayor muestra los blasones en las fachadas de las casas, detalle que habla de un pasado de esplendor. Dos bares y un restaurante, una iglesia y un monasterio con un precioso claustro gótico y biblioteca, todo en un lugar que cuenta con 347 habitantes.

Hasta Cirueña son nueve kilómetros y medio de camino llano que sigue, persistente, su subida. Un esfuerzo que me acerca más a la naturaleza: de vez en cuando me gusta mirar hacia atrás para no olvidar la imagen ni el perfil de lo andado, estos tramos largos y solitarios. Me gusta entonces abrazarme a los árboles para sentir el latido de su savia y recibir la fuerza que transmiten sus raices; me detengo ante las piedras, consciente de su poder de sugerir y transmitir conexiones con el Arte y la belleza del entorno. Son los valores espirituales, o quizás una visión algo romántica del Camino, pero que me convencen más de que estoy en la exacta dirección. Asi, andando, dejo a un lado una nueva urbanización y un campo de golf –muestra de esa otra relación del hombre con la naturaleza– y ya sin mucho esfuerzo y una hora más, llegamos a Santo Domingo de la Calzada.

viernes, 31 de octubre de 2008

Pamplona-Santo Domingo de la Calzada (5)



Al igual que hay diversos caminos para llegar a Santiago, hay peregrinos de toda clase y edades: silenciosos, habladores, rápidos y otros que se toman el tiempo; están los que se cargan con demasiadas cosas y los que van ligeros. Hay peregrinos jóvenes y los que no lo son tanto, hay de todo, pero con toda seguridad no hay muchos como este bebé de unos ocho meses que hace el camino en una mochila en la espalda de su madre. Salieron de Roncesvalles y llegarán "hasta donde el angelito aguante". Esto sí es espíritu peregrino, el de la madre, que tiene que llevar tantos kilos encima. Desde Pamplona vamos encontrándonos con ellos, y dos veces hemos compartido dormitorio en el albergue. Sí, el Camino es un lugar de encuentro de peregrinos y -también- de personajes que ya forman parte de él. Uno de ellos nos lo encontraremos a la entrada de Logroño, Doña María, que sentada delante de su casa nos sella la Credencial y nos da unos momentos de charla, siguiendo la tradición que desde años tenía su madre Felisa. Otro personaje es Marcelino, el peregrino pasante, que tiene su tenderete organizado; sella también y ofrece fruta y bordones a quien se detiene. Es una estampa clásica del Camino. Pero realmente es el encuentro con uno mismo la experiencia más enriquecedora que nos hace conocer nuestros alcances y límites en el camino de nuestro propio destino.

Desde Viana pasamos por huertas y por terrenos sin cultivar, subimos y bajamos colinas, atravesamos sendas, vemos acequias, chopos, pinos, cañizos, olivares y -por supuesto- viñas. Finalmente por un camino asfaltado, y después de cruzar el Ebro, llegamos a Logroño. El albergue es grande, tiene un patio con fuente, lavadero, cocina, camas numeradas, y duchas que ya han quedado frías. Ya ligeros de equipaje nos acercamos a conocer esta ciudad pausada y sin estridencias. Hoy está en fiestas y esto se nota en las calles y en la gente. Algunas tiendecitas con aire de antaño ponen un colorido especial en el ambiente. Hay bares y tascas. Vamos a la Plaza Mayor, paseamos por los soportales, y llegamos hasta la Basílica Nuestra Señora de la Redonda, corazón de esta capital riojana. Sin embargo, Logroño no consigue atraerme. Aunque su color sea como los demás colores del camino, aunque sus piedras sean fuentes de historia y de leyendas, sus imágenes quedan en silencio para mí; quizás sea el cansancio el que me hace difícil su interpretación, o puede que exija un conocimiento más lento y sosegado que en estos momentos no le puedo dar. Cenamos y regresamos al albergue. A las diez se apaga la luz.

El adiós a Logroño se hace sin prisas por unas calles aún dormidas, mientras los servicios de limpieza recogen bolsas, plásticos, latas y botellas, restos de la fiesta de ayer. La salida hacia las afueras de la ciudad es larga, pero enseguida el paisaje se torna ondulado, terreno arcilloso con campos de vid. Por un camino de árboles llegamos al pantano de la Grajera. Allí donde hay agua, hay patos que se arremolinan esperando no sé qué, y yo pierdo la nación del tiempo, no lo percibo, mientras unos peregrinos nos adelantan con pasos ligeros y un ¡buen camino! Un camino que nos sorprende con las ruinas del que fuera hospital de San Juan de Acre, fundado para el cuidado y descanso de los que iban a Santiago. Las nobles piedras merecen mi respeto y me detengo. En realidad durante todo el Camino nos iremos encontrando con toda clase de piedras con lenguaje propio a través de la forma, el color y la textura, pero también siendo lenguaje en manos de otros. Reverbecen de luz y surgen en ellas las imágenes de aquellos que buscaban refugio para mitigar su sed y su cansancio. Ahora no se percibe nada de aquel trasiego, las piedras que quedan aquí están en soledad. Aún así, y erosionadas por las lluvias, el viento y el sol, siguen transmitiendo energía y carácter. Otras -la fachada del hospital- tienen una nueva vida en la entrada al cementerio de Navarrete, formando parte de su patrimonio monumental.

http://yladah.wordpress.com/2008/07/20/liber-peregrinationis-codex-calixtinus-aymerich-picaud/

domingo, 26 de octubre de 2008


Torres del Rio

Iglesia Santo Sepulcro, interior












El camino









Pamplona-Santo Domingo de la Calzada (4)
















Iglesia Santo Sepulcro, Torres del Río

Las tristezas en el Camino son las iglesias cerradas ante la creciente desaparición de objetos de arte y de culto, pero esta vez en Villamayor de Monjardín la suerte estuvo de nuestro lado. El cansancio se olvida, los pies se recuperan, cualquier contratiempo se compensa cuando estamos ante uno de estos templos. También aquí nos llegaron resonancias de otros tiempos y de interesantes historias. De la iglesia románica de San Andrés se dice que fue el rey Sancho Garcés quien ordenó su construcción para dar culto a la hermosa cruz de orfebrería que en ella se guarda. La historia narra que "la víspera de de la batalla en la que se reconquistó a los musulmanes el castillo de San Esteban de Deyo, en Monjardín. El rey, inseguro del resultado de la batalla, escondió la cruz por temor a que la hallasen los musulmanes y luego no supo encontrarla. Así, quedó perdida hasta que años después un pastor observó que una de sus cabras se quedaba paralizada ante una zarza. Temiendo que allí se ocultase una alimaña, el pastor lanzó una piedra a la zarza con todas sus fuerzas y cuando fue a mirar observó asombrado cómo la pedrada había roto el brazo de una hermosa cruz, una primorosa obra de orfebrería. El pastor, conmovido, exclamó: "¡¡Pluguiera a Dios que antes de lanzar la piedra se hubiera secado mi brazo!!". Inmediatamente el brazo se secó. La cruz se trasladó a diferentes lugares pero siempre acababa regresando al zarzal por lo que fue allí donde se levantó el templo de Villamayor. Al parecer, el piadoso pastor pudo recuperar la movilidad de su brazo"*. A punto de marcharnos llega el párroco para cerrar la iglesia y nos acompaña en un nuevo recorrido por la única nave del templo. Nos habla de la preciosa portada, del interesante crismón, de la batalla entre Carlomagno y un príncipe navarro, de la cruz, del retrablo que ahora está en Pamplona, y de la Virgen a la que le falta el Niño, arrebatado por quien hizo mal uso de la hospitalidad.

Salimos del pueblo por un sendero en descenso, entre viñas y algunos nogales. A partir de aquí el paisaje se hace amplio y único, sigue entre campos trabajados y algo de soledad. Al fondo, en el horizonte, vemos las cumbres de Yoar y Peña Costalera. Nos encontramos con pequeños montículos de piedras y cruces hechas con ramas que los peregrinos dejan al lado del camino. Es como un mensaje silencioso para el que viene detrás, una ofrenda, una oración, un arte quizás. No es la primera vez ni será la última que los vemos y siempre me hace sentir ser testigo de algo íntimo y personal, como si desvelara una promesa por cumplir. Más tarde llegamos suavemente a la parte más alta del sendero desde donde vemos las primeras casas de Los Arcos, y empezamos a descender.

¡Qué importa entonces el cansancio, el polvo del camino, la sed, cuando llegas a esta villa amable, de tradición jacobea, a su calle Mayor con las casas blasonadas, y a la iglesia parroquial de Santa María! Al visitar el templo no puedo poner en duda de que Los Arcos ha gozado en el pasado de privilegios y de una economía brillante. Aunque cerrada, la puerta se abre unos instantes para un grupo de turistas franceses, momento que aprovechamos para entrar sin destacar en el barullo del grupo. Tiempo, silencio, y comprensión son las tres condiciones para entender el mensaje de esta mezcla de gótico, plateresco, rococó, barroco, que la convierte en una de las iglesias más asombrosas del Camino. Aquí encontramos una filigresa muy entregada que nos guía con entusiasmo vehemente a través del templo, insistiendo en el retablo, el órgano, los diferentes altares, las imágenes, el coro, y cualquier detalle que considera que debemos saber. Una visita al claustro nos da el respiro necesario para poner en orden tanta amalgama de impresiones; el aire despeja lo confuso.

Continuamos; decididamente hoy es un día de iglesias. La del Santo Sepulcro en Torres del Río es la siguiente; su historia se relaciona con los Templarios aunque es difícil conocer su origen con exactitud. Cuando llegamos a esta pequeña villa –no creo que sus habitantes lleguen a unos doscientos- todo daba la impresión de inmovilidad: callejuelas donde está detenido el tiempo y casas que parecen dormir. Enseguida estamos ante la iglesia: es reducida, su exterior callado y serio, de planta octogonal y una sola puerta. En el interior la escasa luz que deja pasar las celosías hace crecer sombras y sensaciones confusas, y deja un hálito frío en las piedras como el eco de vida de su historia. El secreto se mantiene en los misteriosos símbolos sagrados, que hacen referencia a la presencia de la Orden del Temple con toda seguridad. Siento que la armonía y la espiritualidad que ofrece el camino está también aquí, entre los muros de esta iglesia y en el silencio que me rodea. Quiero sujetar este momento y hallar una respuesta a todas y cada una de las inquietudes que me voy a ir encontrando en esta peregrinación; esto queda grabado en el aire como promesa que me hago a mí misma. Todavía tengo tiempo en esta tarde ya declinada, de admirar la bóveda del templo, una maravilla formada por una estrella de ocho puntas, y la preciosa imagen románica del Crucificado con cuatro clavos y un rostro que conmueve, del siglo XIII.

Ahora vamos en busca de la Muy noble y leal ciudad de Viana, sitio fronterizo del reino de Navarra. El paisaje cambia de tonalidad a medida que descendemos por campos cultivados con cereales, olivos y -cada vez más- viñas. Nos acercamos a la Ermita de La Virgen del Poyo, pasada ésta ya es cosa de un pequeño esfuerzo para llegar a Viana.


* http://www.infocamino.com/
www.claustro.com/
www.romanicoennavarra.info/album_torresdelrio.htm


martes, 21 de octubre de 2008

Pamplona-Santo Domingo de la Calzada (3)


La lectura nos hace a todos peregrinos,
nos aleja del hogar, pero lo más importante,
nos da posada en todas partes. (Hazel Rochman)

Muchos son los libros sobre el Camino de Santiago, pero nada de lo que se lee en ellos hace más intuitiva la sensibilidad como lo tangible de las piedras y la naturaleza. Por muy bella que sea la imagen descrita de una iglesia, una pintura, una estatua, más emotiva será la atracción que despierta el poder apreciarla en toda su realidad. No sólo el Arte nos conmueve, sino también la tierra, el paisaje cada vez distinto a nuestro alrededor. Ahora acabamos de pasar Estella. Quedarán en mí siempre el recuerdo de la iglesia del Santo Sepulcro y su portada gótica, la iglesia de San Miguel y la de San Pedro de la rúa. Estas y otras iglesias que encontraré en el Camino, me hacen pensar en los maestros de obras medievales, en lo minucioso y armónico de su trabajo, en su perfección. Los artesanos de aquella época nos han dejado su herencia en una arquitectura simbólica que buscaba su camino en el designio de Dios. En el interior de esas iglesias soy yo quien busca respiro espiritual en el intento de descifrar el mensaje y los enigmas que nos dejaron en las piedras.

El paso por la calle principal, que al mismo tiempo es camino, lo hacemos lento y atendiendo a todo lo que se ofrece al caminante. Reponemos nuestro atillo con algo de pan y fruta. Hay tiendecitas con recuerdos, tarjetas para los de casa, bordones y vieiras. No se nos resiste una panadería y caemos en la tentación de probar lo dulce de sus productos; quizás no es un ejemplo muy peregrino, pero ... ¡salimos con el estómago reconfortado!

El camino sigue por tramos solitarios, pero no menos bellos en sus tonalidades ocre, marrones y oro, y tierras más duras donde va apareciendo la vid. Estamos ya en Santa María la Real de Irache, bajo la mirada de Montejurra. Cuando llegamos acaban de cerrar las puertas del monasterio y nos tenemos que contentar con admirar sus dos portadas. Iglesia, claustro, refectorio, la sala capitular, la sacristía, todo queda para otra posible visita. Siento tristeza por este contratiempo. ¡Estar tan cerca y no poder acercarse más! Para quitarnos el mal sabor de boca nos vamos a la fuente que Bodegas Irache tiene instalada allí: un grifo de agua y otro del que mana vino está a disposición del peregrino. Ya reconfortados con un vasito de este caldo y con los ánimos más serenos tomamos la senda hacia Villamayor de Monjardín entre campos de viñedos. Hace calor. Antes de llegar nos encontramos con un aljibe de estilo románico que se conoce con el nombre de Fuente de los Moros y que probablemente fuera para que los peregrinos calmaran su sed y se lavaran. Una sensación extraña me asalta al contemplar esas aguas oscuras y serme difícil apreciar bien su profundidad. No seré yo quien intente hacer la prueba. Ya vemos cerca, sobre un cerro a la derecha, las ruinas del castillo de San Esteban de Deio; construido por los árabes y conquistado por el rey de Navarra, Sancho Garcés, éste lo destinó a ser su panteón.

Después de un rato de pausa y refrescarnos a la sombra –no con el agua- del extraño aljibe, proseguimos el camino hasta llegar a Monjardín. Las calles del pueblo que tienen una suave pendiente, la iglesia y una cruz procesional del siglo X, merecen que nos detengamos en él y busquemos el albergue para nuestro descanso.

sábado, 18 de octubre de 2008

Tramo Pamplona-Santo Domingo (2)


Como si fuera una llamada especial que no quiere dar reposo a mis piernas, me despierta desde muy temprano el susurro de las bolsas de plástico y el roce de las mochilas en el suelo. Es el toque de salida de esos peregrinos más presurosos. Por eso es aconsejable mantener un cierto cuidado con tus pertenencias si no quieres perder tiempo en inútiles búsquedas. Sin embargo, a mí no me es difícil madrugar en el Camino. Me atrae asistir al alumbramiento del día, algo que se hace emotivo en el silencio y quietud del momento y que se transmite en cada partícula del aire. Precisamente es ese silencio el que con más intensidad se deja sentir, y es la luz recien llegada la que absorbe las imágenes y las recrea, acentuando los colores del paisaje. También hoy el camino nos habla además del esfuerzo del hombre en los campos trabajados y en orden; cereales, vid y olivos dan color a una geografía algo abrupta con imágenes propias de esta región. Volverá a hacer calor, pero unas nubes perdidas nos acompañan esta jornada hasta llegar a Puente la Reina. ¡Y ya, aunque son muchos los caminos, desde aquí a Santiago sólo será uno!

Entrar en Puente la Reina es un viaje hacia atrás en el tiempo y una confrontación con la historia del lugar. Estamos al comienzo de la calle Mayor: volvemos el pasado, a un lado existe una iglesia, llamada del crucifijo, aunque su nombre original fue Santa María de Hortis. Al otro lado una hospedería-hospital, y un arco que une los dos edificios. El camino pasa por debajo de ese arco abovedado y lleva a los peregrinos hacia la calle Mayor. La iglesia ha pasado por ser cárcel, cuartel, almacén de polvora, pero siempre ha sabido conservar la imagen del crucifijo. Lo excepcional de esta imagen es la cruz, que tiene forma de pata de oca, el signo iniciático en el mundo de los símbolos. Y me acerco al Cristo en el silencio de la iglesia, en este punto tan lejano a mi entorno: Él y yo frente a frente. "El Cristo sobre una Pata de Oca o lo que es igual, el signo de la vida, no es otra cosa que el hombre iniciado que ha trascendido a su propia elevación, habiendo alcanzado así el Reino de la Vida, de la Realidad, muriendo al Reino de la Ilusión en que los mortales estamos inmerso mientras peregrinamos buscando una luz"*.

Retrasamos el paso y nos dejamos envolver por el ambiente medieval del lugar, pero la realidad del presente se impone y decidimos repostarnos de alimentos. Nos proveemos de lo necesario en una de las tiendecitas y seguimos el camino. Así llegamos hasta el puente románico sobre el río Agra. Dicen que fue mandado construir -allá por el siglo XI- por una reina, Doña Mayor, para el uso y disfrute de los peregrinos. Desde entonces el puente forma parte del Camino. En este mismo punto nos cruzamos con un grupo de peregrinas muy en plan de turistas despistadas con ganas de ir de tiendas. Se las veía descansadas y tan ligeras de equipajes que deberían llevar "apoyo". Y es que hay quienes escogen hacer el Camino de una manera más confortable. Dejamos con pena Puente la Reina. Su trazado, las casas nobles, las piedras de fachadas y calles nos han hecho vivir por unos momentos más cerca de ese aliento simbólico y espiritual del Camino.

La ruta continúa entre cultivos que dan un apunte en verde en el horizonte que seguimos. El sendero de tierra roja se empina y tenemos un sube-y-baja suave que se nos hace rutina. Dejo constancia de estas acuarelas vivas con la cámara digital. Pasamos Mañeru y Ciuraqui. Nos encontramos un puente romano y restos de lo que tuvo que ser una gran calzada. Después tendremos que andar unos metros por el asfalto de la carretera nacional. Lorca, Villanueva o Villatuerta –que tampoco ella lo sabe muy bien- ambas tienen sus calles discretas, la iglesia con sus campanas, su fuente, un café y hasta puede haber un albergue. Finalmente Estella la bella, de la que se dice en el Codex Calixtinus que "es fértil y de buen pan y mejor vino, así como su carne y pescado y que está abastecida de todo tipo de bienes". A ella entramos por la rúa de Curtidores después de un camino que no ha sido demasiado exigente esta vez.

·
de: Iglesias Templarias en el Camino

martes, 14 de octubre de 2008

De Pamplona a Santo Domingo de la Calzada (1)




Llegamos a una Pamplona a medio despertar, sin el bullicio que muestra en sus días de fiestas. Ahora están las calles calladas y recogidas, y hasta el mismo San Fermín permanece sereno en su hornacina, sabiendo que los mozos volverán a requerir su protección. El aire hace apetecible el sol en esta ciudad acogedora que nos incita a conocer su más clásica identidad, pero el Camino nos reclama y no nos detenemos mucho tiempo. Así seguimos nuestra ruta hasta la catedral que nos dejará su sello en este encuentro. La fachada del templo no permite adivinar el interior gótico que me sorprende con tres naves y capillas adyacentes; el crucero, el color y la luz de las vidrieras, la Virgen del Sagrario en el Altar Mayor y el precioso claustro, son sus atractivos principales. No hay ninguna duda que el rey de Navarra Carlos III el Noble y su esposa Leonor de Trastámara se sienten dichosos de descansar aquí hasta la eternidad en su lecho sepulcral de alabastro. Hay más gótico en la iglesia de San Cernín, también patrón de Pamplona. En su interior la Virgen del Camino; delante, el pozo donde según la tradición bautizaba San Saturnino -o lo que es lo mismo: San Cernín- los primeros cristianos.

Hay mucho más para ver en Pamplona, pero el Camino se hace andando y tenemos que continuar. El amarillo nos lleva por senderos y caminos que atraviesan campos en oro viejo. Serían de barro si la lluvia estuviera presente, pero tenemos suerte y es el sol el que impone sus condiciones. Nuestro primer desafío es el Alto del Perdón. Paisajes extensos que se van elevando poco a poco. Hace calor y buscamos esa bóveda vegetal que nos anuncian en la guía, pero la sombra es escasa, y sólo nos detenemos para abrir las mochilas y buscar el bocadillo apetecible y beber del agua recogida en Zariquiegui. Más ascenso, ahora sorteando piedras con dificultad y vigilados siempre de cerca por las finas siluetas que componen un bosque eólico. Una vez en la cumbre –donde se cruza el Camino del viento con el de las estrellas- no olvidamos de mirar hacia atrás: un momento inolvidable que hace verdad la leyenda allí arriba. Por nuestra parte nos encontramos perdonados cuando llegamos ante el monumento al peregrino: figuras recortadas que se enfrentan al viento.

Hace calor y los pies sufren en el comienzo con la rápida bajada, entre tramos de piedras grandes y tierra suelta que hacen inseguros mis pasos. Siento el vértigo, pero es difícil el frenado en la pendiente. Sigo los consejos de que mejor es dejarse ir, y tanto lo hago que termino sintiendo la atracción de la gravedad con un final que me hace rodar por el sendero. Más comunión con el Camino es imposible, y esto sólo es un toque de atención para saber que hay que adaptarse al carácter del camino, comprenderlo, aceptar nuestros límites y no dejarse desanimar por lo que a primera vista parecen objetivos inalcanzables. Uterga, Muruzábal, campos de cultivo, trigo y girasoles, y la iglesia de Santa María de Eunate, la de las cien puertas. Este templo, ermita octogonal con un curioso claustro abierto, está considerado como uno de los misterios del Camino. Se piensa que perteneció a los Caballeros del Temple y está rodeado de numerosas leyendas. Y leyendas –e iglesias- no faltarán en ningún tramo del Camino a Santiago.

La tarde ya va vencida cuando llegamos a Óbanos por calles que dan fe de su importancia histórica. La jornada nos ha sido exigente y ahora se hace largo y lento estos últimos pasos hasta llegar el albergue, pero al fin tenemos nuestro sello y nuestras literas. La sensación de estar en casa toma forma cuando dispongo mis cosas para esa noche: el saco de dormir, la pequeña linterna, el cepillo de dientes, los últimos apuntes. Me ducho y cambio de ropa. Primero nos toca flagelarnos con un buen condumio en el bar más próximo, ese restaurante o la pequeña taberna donde el peregrino tiene asegurado el menú. Después el regreso rápido al albergue, donde me entrego al sueño sin apenas darme cuenta de que ya estoy en él.

martes, 16 de septiembre de 2008

Camino de Santiago


Estaré hasta el 8 de octubre en el Camino de Santiago, de peregrina.

martes, 2 de septiembre de 2008

Regreso



Me abracé al Levante y me sentí gaviota remontando imposibles por tierras de amarillos que empiezan a estar gastados, vides colmadas y ocres, que esperan sumisos el letargo dormido en la casa del Tiempo.

Primero fue dejar auroras, palabras y sentimientos: rivalizan los recuerdos agolpados en desorden. Llegaron dudas y pesares. Terminé el moscatel y las pasas. La farola me guiñó por última vez. Quedó colgado el aire rizando azules … !Qué dificil es desprenderse de tantos retales de tu vida! Pero el hogar tiene dirección escrita, y empecé el camino calzada de desganas y sin prisas. Pisé distintas geografías. Una bandada de deseos me acompañaba rápida, sin posibilidades de poder atrapar alguno de ellos. Me reconfortó saber que al otro lado del horizonte también existen lágrimas y sueños.

Desfilaron curvas, montañas perfiladas de azules, subidas, descensos, ríos. Extensiones secas, otras verdes. Pueblos, gente, diferentes lenguas. Vi el revolotear de banderas. Todo quedó engarzado en mi mirada, aguardando próximas ocasiones.
Ahora descanso en el sosiego, entre húmedos brillos del agua, tulipanes, noches largas, recuerdos. Paisaje donde, poco a poco, va arraigándose mi historia.

viernes, 11 de julio de 2008

Vacaciones



Estaré de vacaciones hasta el final de Agosto.

Para todos también felices vacaciones, un buen verano.

Pilar

miércoles, 9 de julio de 2008

¿Cómo son tus cementerios?




Nunca he sentido miedo en los cementerios, sino una sensación que media entre las prisas externas y urgentes de la vida y lo íntimo y sosegado del lugar. En muchos de ellos la naturaleza se adapta al espacio que acoge la soledad de los que descansan. Así ocurre en El cementerio del Bosque, en Estocolmo, un lugar de paz y de meditación, delicadamente tranquilo, contrastando en la naturaleza la vida en el bosque y la muerte. No hay nada concertado en mis visitas a estos campos santos donde el tiempo lleva el acento silenciado de los que se dedican a esperar.

En mi recorrido de esta primavera pasada me encontré con uno de esos sitios en un pueblecito de la Axarquia malagueña, Sayalonga, que lleva en su nombre el sabor a fruta tropical. Abrigado por un valle de escarpado paisaje entre la sierra y el mar, le rodeaban fecundados nísperos que ponían una pincelada dorada al paisaje. Fenicios, romanos y árabes han disfrutado de la generosidad de estos paisajes. De todos los que han pasado por ella son los árabes los que más huellas dejaron, pero de los cristianos tenemos la herencia de uno de sus monumentos más importanes: el cementerio redondo, único de su estilo en España. Según la leyenda, la disposición en círculo de las tumbas es para evitar que los difuntos se den la espalda.

Recorrí sus pasillos estrechos y admiré los nichos abovedados que recuerdan la forma de un panal. Su aire sencillo me hizo sentir la proximidad de la naturaleza y lo denso de una ya cálida primavera. Allí quedaba atemperado cualquier otro sonido que no fuera el del corazón. Sólo unos vencejos –quizás fueran golondrinas que tenían el rumbo perdido- gritaban tratando de apoderarse del espacio.

Me costó trabajo regresar, pero no es éste el único cementerio que atrae mi atención. Existe también en Málaga otro que es el más antiguo en la peninsula para los no católicos. A los pies del Gibralfaro y muy cerca de la plaza de toros, está el que se conoce con el nombre de El Cementerio Inglés. Sus orígenes no son muy lejanos, ya que hasta la mitad del siglo XIX no había ningún lugar para enterrar a los protestantes. Esto debía efectuarse de noche y a la orilla del mar, en posición vertical. A partir de finales de ese mismo siglo se añadió al cementerio una capilla para los oficios religiosos, y hoy día hay también una parte de él dedicado a ingleses de religión católica.
" ... deambulé en un pequeño paraíso, en un jardín adorable ...", estas son las palabras del escritor Hans Andersen en una visita al cementerio en 1862. Palmeras, cáctus, geráneos, incluso sauces forman parte de la vegetación que sombrea el recinto de melancolía y añoranza. Inscripciones en inglés, alemán, danés, holandés, recuerdan a aquellos que vinieron de lejos y no se volvieron a marchar. He podido observar un cierto aire de abandono, el mal estado de las tumbas que se encuentran en la parte alta del cementerio, el destrozo que han sufrido algunos panteones. Eso duele. Pasear por él es como leer la historia de todos los que murieron lejos de sus raíces. El cementerio forma parte de la historia de Málaga y también parte de mi propia historia: allí en la compañía de Robert Boyd, Jorge Guillén, Gerald Brenan y otros, hay una tumba de mármol blanco donde descansa mi bisabuelo James Wallace Law, nacido en Falkland, Escocia. Tampoco regresó.

jueves, 26 de junio de 2008

La capillita del Pilar


Las imágenes estaban ahí como huéspedes penosos en mi memoria, enfrentados día a día a la niña que fui – indócil con su destino – y que se resistía a perder el legado del tiempo. Por eso tenía que regresar a aquellos años donde quedaron mis huellas de inocencia triste, y revivir la soledad de un destierro impuesto por el comportamiento y la oratoria solapada de una abuela, que no quiso perdonar que, por encima de ella, escogiera los azules.

Nunca olvidaré aquellos veranos de soledad y falta de juegos. El tiempo era el único que tenía la palabra en el denso espacio de las tardes. Ella y yo, sentadas en el mirador del dormitorio principal, esperábamos la llegada del anochecer mientras iban encendiéndose uno a uno los faroles en la calle. La animación en el exterior contrastaba con las carencias en la casa. Era ese el momento en el que mi abuela aprovechaba para indoctrinarme con insinuaciones y palabras a medio decir, que me hacía presentir una censura sin voz hacia los que no estaban.

Poco a poco desaparecían los contornos hasta quedarnos envueltas por las sombras. En la mudez de la habitación sólo se percibía el bisbiseo de la devoción de mi abuela, y en un rincón una mariposa de luz iluminaba una capillita que guardaba una imagen de la Virgen del Pilar, de la que ambas llevábamos el nombre. Cuando llegaba el momento me hacía traer el rosario y abrir las puertas a aquella especie de caja de sorpresas. Allí, resaltando sobre el fondo de terciopelo blanco estaba la imagen de la Madre con el Niño. Recordatorios de Primera Comunión, estampas de santos y diversos recuerdos rodeaban el pilar de la Virgen. ¿Qué atractivo podía tener aquella capillita para compensar los límites impuestos, la falta de mar, la ausencia de los hermanos ... o era quizás la infantil esperanza de que alguna vez sería mío ese objeto tan deseado? A esto me faltará siempre la respuesta.

Aquel fue el último de una serie de veranos que pasé junto a mi abuela, la última vez que la vi. También fue la última vez que estuve cerca de aquella capillita de la Virgen que puso su imagen en mi soledad. Unos años después ella murió y unas manos ávidas desgarraron las ramas de un árbol que ya había empezado a perder sus raíces. Por eso tuve que volver para intentar recuperar aquel recuerdo que aún balbuceaba desde las sombras, pero ya no había nada que me hablara de las circunstancias y del carácter de unas vidas: de la capillita de la Virgen del Pilar no he vuelto a saber ninguna cosa.

lunes, 23 de junio de 2008

Qué pasaría si ...



Los síntomas llegaron de una manera silenciosa y distanciada, sin grandes voces: palabras que se hacían difíciles de encontrar, confusión de nombres y datos, programas que no respondían, toda una lista de aburridos achaques que me hacían temer por su salud. Mi relación con él era de completa dependencia, y el hecho de que no pudieramos mantener el rítmo que ya teníamos adoptado me hacía temer lo peor. Pensaba en la imposiblidad de poder seguir con normalidad la vida sin tenerlo en casa, y así con el miedo de que la única solución posible fuera el deshacerme de él, nació una pregunta que parecía no tener un respuesta muy clara: ¿qué pasaría si me quedase sin ordenador? ...

A estas alturas no se concibe una vida sin el pc. Este artilugio ocupa un lugar destacado en tu vida y espera que le atiendas con las delicadas maneras de un buen anfitrión. Lo malo es que poco a poco ha ido ganando tu confianza y le has dado más de lo que te proponías. Conoce todos tus datos, se guarda todo lo que has escrito, y sabe quienes son tus amigos. Estás no solamente en su pantalla sino también en su cerebro. Cosa peligrosa en caso de que se le crucen los cables y le de la ventolera por volverse loco. Esto es lo que le ha pasado al mío, y ahora tengo que procurar salvar lo que todavía se pueda. Pero una vida sin ordenador se me hace hoy ya muy complicada: ¿qué sería de mis foros, de las páginas en internet, de los blogs; cómo mantener el contacto con los amigos, seguir una correspondencia diaria, y estar cerca de todo lo que te interesa? El ordenador es una especie de rutina que ya hemos hecho necesidad.

Y sin embargo ha habido vida antes de los ordenadores y todos estos personajes de la electrónica. En aquel entonces también se leía, se escribían cartas, teníamos libros de donde sacábamos toda la información que necesitábamos y –aunque parezca raro- hasta teníamos tiempo para, sentados alrededor de la mesa camilla, jugar al parchís y a las cartas, contar cuentos y escribir en aquellos diarios que eran los que entonces gozaban de toda nuestra confianza. Y para quienes querían hacer uso de algo más sofisticado estaban aquellas Olivettis con las que podías teclear con toda pasión.
Sí, mi ordenador (ordenata, por decirlo de una manera jovial) presenta síntomas de que no anda muy bien. Seguramente no es tan inmune a los virus que le acechan o tiene alguna que otra rabieta que le hace negarse a trabajar, quién sabe, pero yo lo achaco todo a una vejez impuesta por los años que le convierte en algo lento, paciente de una amnesia que va en aumento con el paso del tiempo. Quizás sea ahora, cuando mi ordenador está en cuarentena, el momento para hacer una pausa y reflexionar sobre los comportamientos, dar un lugar al tiempo y no olvidar que hay mucho más conocido que lo únicamente virtual. Y mientras tanto, durante el tiempo que no lo tenga en casa estoy segura que no va a pasar nada.

martes, 3 de junio de 2008

Mis amigas de papel



Sólo ellas me ayudaron a sostener el tiempo detenido durante aquel verano, cuando -todavía de calcetín y con asignaturas pendientes- me arrebataron el mar para condenarme a una tierra extrema y seca. Ellas fueron testigos de cómo mi razón despreocupada y feliz sintió el acecho de un sentimiento tan fuerte como puede ser el amor, de rabietas y desengaños. Fue un verano ausente de risas y azules, obligada a cambiar la arena y el mar, los juegos en el jardín, mi gente, por aquel espacio interior con acentos romanos y cigüeñas.

Aún me veo llegar con un equipaje pobre en sueños, y una caja de cartón atada con una cuerda con pretensiones de elegancia, donde yo guardaba mis muñecas de papel. Pobres amigas mías destinadas junto a mí a pasar las vacaciones en el destierro, en una casa que nunca me acogió y una abuela que me era casi desconocida.

La memoria me habla de aquellas tardes sumergidas en el bochorno, con la rebeldía como única arma para combatir la distancia que me habían impuesto. Tres meses de soledad en aquella vetusta casa, donde las figuras en los cuadros que colgaban de la pared parecían tener más vida que sus habitantes. Siestas silenciosas y graves que yo me negaba a dormir, quizás por el temor que se prolongaran en sueños de cien años.

Recuerdo la escalera principal. Amplia y de piedra fresca; había un portón que no dejaba entrar el calor de la calle. Aquel lugar se desdobló en un rincón especial al que me trasladaba con mis juegos e imaginación infantil, tratando de hacer verdad lo que me quitaron.

Tres, probablemente cuatro muñecas de papel me hicieron compañia durante todo el verano. Poseían un vestuario recortado con precisión, con el que las vestía y desvestía. Inventaba juegos y paseos, las llevaba a una playa imaginada, las hice confidentes de mis congojas y frustraciones. Eran muñecas felices hasta que vuelta a mi realidad las trataba con el despotismo de una niña contrariada. Sí, ellas sufrieron también desgarros y malos modos. Después, arrepentida y con el miedo de no tener con quien jugar, volvía a pegar aquellos trozos de papel que fueron mi compañía durante los tres meses.

Las vacaciones terminaron y regresé al Sur. Me esperaban el uniforme y un nuevo año escolar. Volví a reencontrarme con mi gente, el aire húmedo del mar, el salitre y las gaviotas. Atrás quedaron sinsabores, soledad, lagrimas, y mis amigas de papel que olvidé en mis ansias de volver a la vida. Ellas quedaron allí. Yo no volví nunca.

domingo, 25 de mayo de 2008

A mi ángel


¿Qué hacer cuando el sueño roza mi piel levemente y me despierta?

¿Qué hacer cuando desde el silencio acechan sombras entre cortinas aladas,
dibujando miedos intensamente blancos en la pared?

A veces, en esas silentes horas, aniño la memoria
para recobrar el crecido recuerdo.

¡Qué será de mí cuando te vayas!

El Palacio de Buenavista


Tenía que ir. Era inevitable, después que entregó su desconchado corazón al blanco sofisticado de su espacio y recobrara el viejo prestigio, nostalgia de catedral en enmudecida plegaria. El deseo era llegar. Recorrí calles que guardan la imagen de unos años de auroras amedrentadas, desbordadas de quimeras y sueños, y donde sutiles instantes de luz provocan ahora casquivanas coqueterías: souvenirs, tarjetas postales, y abalorios.

Lo vi como imagen esculpida en mi recuerdo, conjugando el señorío y la solera con la historia que alimenta sus raíces, acompañado por el latido nuevo de una rumorosa Babel en la que se ha convertido la ciudad. Me sentí reconfortada en la desmesurada tarde de calor y gente – exuberante fuego enfervecido – deshaciendo caprichos, olvidadas distancias y batallas perdidas. Perfecto anfitrión que sorprende en claro alborozo, y me aproxima a la geografía artística del pintor, balanceándose entre la pasión y el desafío. Dibujos, óleos, acuarelas, blancos y negros, azules y grises entremezclados, bocetos y lineas en confusión, cerámica moldeada por sus manos, clasicismo temprano, incógnitas de un cubismo precursor. Hay un patio interior, y murmullos que dejan huellas en la líquida luz del palacio: agridulce sensación que me atrae y me desvela.

La tarde huye silenciosa arrebatándome el tiempo. Aún cuelgan abiertos interrogantes, trazos inacabados, y no consigo interpretar la rebeldía creadora. Persiste el recelo que enturbia el encuentro y tensa la mirada. La distancia se hace insalvable.

!Quizás deba buscar aquel niño alejado del mar, para comprender al hombre!

Palacio de Buenavista:
Declarado monumento nacional. Construido entre 1516 y 1542 por Diego de Cazalla.
Ahora: Museo Pablo Picasso (Pablo Ruiz Picasso, nacido en Málaga, 1881).

viernes, 23 de mayo de 2008

El país de las hadas



Para todos los que creen en los cuentos, que de ellos es la ilusión


En los cuentos de hadas el Tiempo es caprichoso, a veces tiene prisa, otras se demora, gira en círculos invertidos, y hasta hace dormir años a príncipes y princesas que tienen como madrinas a las
hadas. Quise ser una de ellas: oro en el cabello y faldas largas de transparente muselina. En las manos una varita mágica que no fuera motivo de problemáticas ausencias, hechizos torpes y conjuros. Quise tener mi propio bosque, y en el bosque un lago donde se bañaran hadas y duendecillos malhumorados, algún que otro gnomo, y sueños que tuvieran sed. También me hubiera gustado tener una casita de caramelo y chocolate, setas habitadas, y magos que cumplieran todos mis deseos en las noches víspera de luna llena.

Quise tener un bosque y a cambio de esto tuve un jardín con árboles como gigantes, hojas amontonadas, flores, y multitud de rincones secretos – mi Isla encantada- que nada tenía que ver con el mundo de los mayores. Allí, entre las claroscuras sombras en tardes calurosas y en las brisas de las noches de verano, comprendí que la verdadera magia es ver más allá de las imágenes escritas en los cuentos, y fue el Cantor de Vientos quien me llevó a ese reino cercado, quien con su rumor persuasivo me hizo apreciar los sonidos, escuchar el murmullo de un tiempo que no terminaba de pasar. Acurrucada en mi rincón favorito protagonicé historias fantásticas e interesantes encuentros: observé a cisnes desnudos bailando a la luz de la luna, conocí a Tomás el Versificador, fuí testigo de como Orfeo liberaba a su esposa, me enteré de cómo Morgan - la más famosa de todas las hadas - se llevó con ella a Arturo el Rey. Me sentí viajar en un tiempo trémulo de incertidumbres, en un espacio más allá de los Confines y que ha quedado ya invisible en la historia para siempre.
No, no tengo un bosque, pero sí tengo un jardín con tulipanes, iris, jacintos, y sombras donde juega con frecuencia el Viento, y en el que duerme mi mal criado gato – dueño y señor de todo el territorio - que lo único que espera es cazar ratones, y de eso también suele haber mucho en mi jardín.

jueves, 13 de marzo de 2008

Gibralfaro


Hubo un tiempo aquí en el que el mar renunció a su espacio, permitiendo que la ciudad marcara sus propios límites. Ahora se miran ambos cara a cara, y en el azul se recorta el perfil de la historia. Uno de los protagonistas, La Alcazaba, nos cuenta – piedra a piedra – su pasado, con el suspiro del que sabe lo corto de ese tiempo, y orgulloso sostiene el peso dulce-árabe del Gibralfaro, atalaya erguida que intenta abrazar el cielo.

Hoy he subido hasta él, por un camino al que le han robado las sombras, sintiendo fijas en mí sonrisas veladas desde sus torres y almenas. Mis pasos son lentos y procuro no estorbar el silencio de su espíritu. Inquietas lagartijas escapan asustadas hacia unos rastrojos, y hasta un camaleón apresura su pereza. El calor está también siempre presente. El aire parece traer el ayer y tiembla con rumores de música y palabras, de vida. Intuyo el pasado esplendor del palacio, la belleza de sus estancias, la riqueza de sus tapices, el ir y venir de sus gentes. Mientras, camino, pienso, siento: todo un jeroglífico de emociones.

Después paseo por las murallas, me asomo a pozos y aljibes, salgo a miradores. El interior de las torres me ofrece el grato contraste con la luz, y busco el refrescante rincón donde quedaron atrapados tantos ecos en sus piedras. Hay una extraña complicidad en el tiempo, difuminando imágenes que yo trato de vislumbrar.

Pero se hace tarde. El sol alarga las sombras, y la montaña se viste de noche. El aire transparente se espesa con perfume de pinos, que crecen para ver el mar moteado de jábegas. Me sobresalta el sonido grave de unas campanas, y el bullicio de la cercana ciudad hace que reconozca el límite de mis sueños.

miércoles, 12 de marzo de 2008

miércoles, 5 de marzo de 2008

Desde el recuerdo





Se la veía preciosa, luciendo un ondulado tejado rojo, y desde sus ventanas enmarcadas de verde parecía sonreir nuestras travesuras en el jardín. Entre los parterres llenos de rosas, claveles y dalias, unas esbeltas palmeras se mostraban celosas de nuestras preferencias por el aromático y dulce membrillo. El corazón de la casa latía en el interior de la cocina, que nos acogía calurosamente entre la hornilla de carbón y unas perolas de cobre colgadas del encalado muro. Al final de un largo y estrecho pasillo, unas escaleras te llevaban a una habitación de grandes cristaleras, desde donde podías ver, en las noches claras, el rosario de luces de las barcas que salían a faenar al mar. Los recuerdos de la infancia se entremezclan con estas y otras imágenes de la casa, testigo de aquellos larguísimos veranos, de las lecturas en el porche, las fiestas de cumpleaños con las piñatas, los inviernos con las Navidades y el Belén.

Íbamos creciendo; también en ella se dejaba notar el paso de los años con sus fachadas secas, arrugadas por el sol. Su interior daba cuenta de las dolencias más variadas: baldosas que castañeaban a nuestro paso, muros descascarillados, puertas que no cumplian con su deber. Estábamos seguros que sufría. Por las noches, ya metidos en nuestras camas, podíamos oír su lamento al sentirse vapuleada por el viento que dejaban pasar las ventanas mal cerradas. Hasta las maderas parecían corear esos lamentos con crujidos que salían del corazón de los muebles.

Sí, los años pasaban y compromisos ineludibles, y otros amores, nos llevaban en direcciones inversas. La vida nos hizo seguir a cada uno nuestro camino, quedándose ella cada vez más sola y envejecíendo. Al principio fuimos fieles y la visitábamos todos los veranos. Un aire rejuvenecedor parecía entonces entrar por las ventanas abiertas, haciendo revolotear las viejas cortinas y el sol ruborizaba las fachadas de la anciana casa, contenta con nuestra presencia. Pero las separaciones se fueron haciendo más largas, hasta pasar temporadas sin regresar. Su deterioro se hacía evidente, no había recuperación posible, nos decían. Así, hasta que en una de nuestras visitas quisimos verla y ya fue tarde: sólo un terreno abandonado señalaba su paso por aquel lugar.

Con el tiempo, empezamos a sentirnos vacios, intranquilos. Como si, al faltar la casa, se hubiera roto el cordón umbilical que nos unía a la tierra, perdidas nuestras raíces. Como si al morir la casa, hubiese muerto nuestra memoria. Quisimos recuperar los recuerdos e intentamos buscar su alma. Esperanzados, caminamos por lo que había sido un jardín pletórico, y sólo encontramos rastrojos y aquellas palmeras que aún se conservaban esbeltas. Ellas son las que, al mover el aire sus pesadas ramas, dejan constancia de un pasado que no supimos defender.

lunes, 3 de marzo de 2008

La mudanza






Si me dejo algo -pensé entonces- tendré motivos suficientes para volver, pero olvidé valorar lo que quedaba atrás. Y es que mudarse es más que dejar una cosa por otra, más que cambiar de horizontes o buscar otra luz: es ir dejando, poco a poco, trocitos del ánimo en el ayer.

En aquel tiempo el amor me tenía reservada otras trayectorias, y me fue fácil claudicar a las emociones que me prometía el destino. Me esperaban imágenes que no conocía, otros azules y diferentes lunas, una nueva vida. Con la intensidad que dan los sueños recién estrenados, me propuse derribar cualquier obstáculo y hacer mío lenguas, costumbres, clima, incluso un país. El encanto de tener cerca tan diversas perspectivas inclinó decididamente la balanza hacia otros afectos, sin reparar que el peso de todo lo que yo deseaba era mucho mayor. Cuando llegó la hora no encontré maletas,ni bolsas, ni cofres donde meter mis calles y mis plazas, el ambiente, mi mar. No tenía espacio para acomodar lo que todavía era mi vida, para tener conmigo a todos los que estaban cerca de mí.

Y así comenzó una mudanza con un equipaje que nunca terminaba de llenar, al margen de lo que dejaba almacenado. Era un ir y venir - entre la pérdida y el orgullo de conquistar - en un camino que unas veces sufría de sombras y jóvenes tempestades, y otras se volvía estela donde se hacía liviano mi exigente corazón. Pero aún hoy hay cosas que no encuentran su sitio, sentimientos sin decidir; aún sigo dejando trocitos del alma en esta mudanza que continúa para retomar lo que todavía queda, para soltar – temporalmemte – la piel.

domingo, 2 de marzo de 2008

Carta a mi tierra



Algo se rompe en mí, y me axfisia esta obligada quietud que desmorona mi paciencia. ¡Cuánto hace que no nos vemos! Se me hace extraño el tiempo que paso lejos. Con la entrada del frío y la permanente estancia de los grises han llegado imágenes cálidas de tu recuerdo, y el deseo inconfundible y denso de volver a verte. ¡Te echo tanto de menos! Me falta mucho cuando no tengo el abrazo estrecho y rendido de tus vientos y tu color. Los azules aquí sólo los encuentro en los ojos de la gente; y la lluvia, que siento siempre perenne y cerca, estimula esa desazón que da la ausencia.

Pero no todo es carencia e inquietudes. El sentimiento de pérdida se reconforta cuando hablo de ti a quienes viven conmigo la realidad de los días. Me gusta contar como eres, descubrir tus contornos, dar a conocer los colores que te haces vestir. Quiero que sepan de tus horizontes y límites cercanos, de tus sabores, y ese carácter alegre y de buena templanza que muchos ya conocen. Hablo de ti y ellos me comprenden: mi vida se inspira en el Sur, ahí donde se entrelazan nuestras raíces. Así he llegado a ser equilibrista en la cuerda que ata mis dos latitudes, aprendíendo a enmudecer la nostalgia, a confiar en lo ausente, y a silenciar alegóricos olvidos y ciertos comportamientos de esta vida acelerada y distante.

Hoy me he levantado con ganas de cerrar los paraguas y buscar la Primavera, la claridad y el aroma de mi infancia, y el revuelo de palomas en la plaza de nuestros juegos; hoy, cuando todavía el invierno está a medio hacer y el frío no ha cambiado su gesto, he sentido la necesidad de salir al encuentro de todas estas imágenes que me llaman. Mientras, te escribo apilando en las letras todo el desorden de mis deseos.

lunes, 25 de febrero de 2008

La ciudad donde vivo: Deventer




Cuando la conocí me recibió con un abrazo frío, tanto, que el aliento se hizo niebla desdibujando la silueta de una torre chata, desde la que me llegaba el latido de su corazón acogedor y clásico. Ensimismada en el gris perla del invierno, y con la gravedad que le hacían sentir sus años al saberse parte de la historia, la ciudad aparecía sumergida en un sueño blanco sin príncipe alguno que hiciera posible su despertar. Tierra sin sombra y con raíces ancladas antes del milenio, superó intranquilos años tras ser repetidamente violada, que le dejaron cicatrices imborrables en su piel. Terminó haciéndose una pequeña gran ciudad.

Necesitamos tiempo para acercarnos: ella desde el pasado, absorta en sus límites y tradiciones, inconmovible en su manera de ser, y yo con la titubeante curiosidad de mi destino, añorando paisajes y el aire cálido, con un algo de tristeza y ganas de vivir. A veces se confundían mis lágrimas por la pérdida de mis azules con su lluvia mansa, antídoto para el verde húmedo de sus veranos. Pero en ella también había amor y asombros, armonía en el nombre, y hasta su viento dirigía la mirada hacia el Sur.

Me vi dejando huellas en las piedras de las calles, buscando su secreto en cada rincón. Las fachadas me hicieron confidente de hechos presenciados, sus museos compartieron secretos y curiosidades, busqué el infinito en un río con pretensiones de mar, y escalé la torre más alta de su iglesia deseando olvidar por unos momentos tanta horizontalidad. Finalmente hablamos la misma lengua.
Ahora, acomodada a su tiempo, he hecho mío su espacio y su luz. Espero a que el viento arrastre los grises, a que el invierno se pasee mesurado y gentil, a que broten tulipanes, a que no desaparezcan pronto los verdes, a que siga el azul en Delft, y a que el sol produzca sombras donde dormir los sueños que vuelvo a tener. Soy suya y fiel en estos momentos, y ella lo sabe.

domingo, 24 de febrero de 2008

El reencuentro



He vuelto a ella. La distancia y tiempo nos separan, pero hoy la he visto de nuevo tan bella como siempre. Se presenta ante mí envuelta en la fragancia de los jazmínes y el aire salitre del mar. Iluminada y bulliciosa mantiene la alegría de vivir que siempre me embelesó. Nuestras vidas, sin embargo, no siguen el camino paralelo de antaño, es más, ahora andan en sentido contrario, agrandándose el espacio entre las dos y, ¡circunstancias de la vida!, se le ve más jóven, moderna, mostrando su carácter abierto y acogedor que le hace conocida. Mientras, para mí, la vida sigue el paso rutinario de las estaciones, sin retorno posible, desgranando el calendario de los años.

El primer saludo, la primera mirada, es excitante y saturada del amor acumulado en la ausencia, que en este largo tiempo no ha podido ser manifestado. Es un encuentro con los sentidos, en un despliegue de sensaciones adormecidas que florecen nuevamente. En breve crece esa magia, siempre latente, que existe entre amigos muy queridos a pesar de los años. No necesito mucho para adaptarme de nuevo a su ritmo, a su manera de vivir, volviendo a hacer mío su ambiente. La ausencia me ha hecho llegar hasta ella con un ahorro de energía que ahora llevo conmigo, con la intención de derrochar a borbotones.

A partir de este momento empieza un peregrinar por todos los rincones, buscando esas circunstancias que marcaron fases importantes en mi vida, y que nos unen para siempre hasta descubrir nuevos sentimientos y fantasias. Son como peldaños que ascienden hasta el lugar en el tiempo en el que ahora me encuentro. De esta manera, dejándome envolver en la vorágine de este reencuentro, van pasando los días en un ir y venir, recorriendo caminos que conocen las huellas de mis pasos, visitando lugares que saben de mi presencia, encontrándome con aquellos que desde siempre me conocen, todo esto bajo la mirada azul de ese amigo a cuyo lado descansa mi tierra.

Pero el tiempo, incansable y, a veces, cruel compañero que no entiende de sentimientos ni deseos, tiene un andar rápido y me obliga a acelerar mis pasos en este recorrido por los recuerdos, conduciéndome, como en un soplo, al final del camino sin otra opción que una despedida.