lunes, 25 de febrero de 2008

La ciudad donde vivo: Deventer




Cuando la conocí me recibió con un abrazo frío, tanto, que el aliento se hizo niebla desdibujando la silueta de una torre chata, desde la que me llegaba el latido de su corazón acogedor y clásico. Ensimismada en el gris perla del invierno, y con la gravedad que le hacían sentir sus años al saberse parte de la historia, la ciudad aparecía sumergida en un sueño blanco sin príncipe alguno que hiciera posible su despertar. Tierra sin sombra y con raíces ancladas antes del milenio, superó intranquilos años tras ser repetidamente violada, que le dejaron cicatrices imborrables en su piel. Terminó haciéndose una pequeña gran ciudad.

Necesitamos tiempo para acercarnos: ella desde el pasado, absorta en sus límites y tradiciones, inconmovible en su manera de ser, y yo con la titubeante curiosidad de mi destino, añorando paisajes y el aire cálido, con un algo de tristeza y ganas de vivir. A veces se confundían mis lágrimas por la pérdida de mis azules con su lluvia mansa, antídoto para el verde húmedo de sus veranos. Pero en ella también había amor y asombros, armonía en el nombre, y hasta su viento dirigía la mirada hacia el Sur.

Me vi dejando huellas en las piedras de las calles, buscando su secreto en cada rincón. Las fachadas me hicieron confidente de hechos presenciados, sus museos compartieron secretos y curiosidades, busqué el infinito en un río con pretensiones de mar, y escalé la torre más alta de su iglesia deseando olvidar por unos momentos tanta horizontalidad. Finalmente hablamos la misma lengua.
Ahora, acomodada a su tiempo, he hecho mío su espacio y su luz. Espero a que el viento arrastre los grises, a que el invierno se pasee mesurado y gentil, a que broten tulipanes, a que no desaparezcan pronto los verdes, a que siga el azul en Delft, y a que el sol produzca sombras donde dormir los sueños que vuelvo a tener. Soy suya y fiel en estos momentos, y ella lo sabe.

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